La Isla
La nueva película de Michael Bay, La Isla, no es más que una autocomplaciente
revisión de sus propios trabajos y, por ende, adolece de los mismos defectos
e idénticas virtudes que respiraban sus obras pretéritas. En este
sentido, no es la primera vez que el director de Pearl Harbor utiliza a la ciencia-ficción
como un envoltorio desechable, solapado por espectaculares efectos visuales y múltiples
concesiones, tanto dramáticas como visuales, al más puro cine mainstream.
Esta teórica aproximación a un tema hoy por hoy aparentemente irrealizable,
la clonación humana, funciona como punto central de una trama ascética
y endeble, como no podía ser de otro modo: en un búnker subterráneo
y sin que nadie lo sepa, unos cuantos cientos de hombres y mujeres viven creyendo
que el planeta ha sufrido una contaminación global. Su única esperanza
de sobrevivir está en “La Isla”, un lugar paradisiaco que, según parece,
no ha sido contaminado. Sin embargo, la verdad es muy diferente, y lo que parece
una instalación de emergencia para supervivientes del holocausto es en realidad
una fábrica de clonación clandestina donde los que ganan la lotería
para “La Isla” son pólizas de seguro a las que ha llegado la hora de morir,
pues los humanos originales reclaman su derecho a sobrevivir con los órganos
nuevos que les proporcionarán los clones que han pagado.
Como bien nos relata el tráiler comercial de la película, el elemento
discordante son dos clones que logran enterarse de lo que ocurre y escapar al mundo
exterior: se trata de Lincoln Seis Echo (Ewan McGregor) y Jordan Dos Delta (Scarlett
Johansson). A partir de aquí tendrán que superar un obstáculo
tras otro en una huida de lo más particular, atiborrada de persecuciones
en diferentes vehículos y donde, dicho sea de paso, priman por encima de
todo las explosiones más salvajes y, en fin, la anarquía destructiva
típicamente lamentable a la que Bay nos tiene acostumbrados (no en vano,
lo mejor de Bad Boys II era la persecución en el puente, y lo único
destacable en Pearl Harbor era el espectáculo visual que tenía lugar
en el momento del ataque a la famosa base americana).
Este escueto argumento, que aparentemente resultaría bastante sencillo de
llevar a la pantalla, se convierte en las manos de Bay y su equipo en caldo de cultivo
para errores absurdos de guión, estrategias comerciales manidas hasta la
saciedad y un desencanto total en la concepción visual de un hipotético
marco futurista. Así, La Isla comparte con, por ejemplo, Minority Report,
la cuidada elaboración de los medios de transporte, mas una ciudad como el
Los Angeles de la película de Bay jamás podría tener un sitio
en el visionario trabajo de Spielberg. En La Isla todo es presente (o incluso pasado),
ya sean columpios oxidados (motivo este recurrente en el cine de Bay simbolizando
algo que se pierde, cierta nostalgia), edificios modernos o bares de carretera que
podrían permanecer inalterables en una película de los años
70. Al margen del búnker, que sí cuenta con tecnología puntera
en lo que a cuestiones de seguridad se refiere, el resto del mundo se ha quedado
en coma durante 20 años. No me lo creo. Como tampoco acabo de comprender
cómo dos seres que jamás han visto el mundo, ni han interactuado con
nadie ajeno a la base, ni tan siquiera saben lo que significan palabras como “Dios”
o “sexo” (y este dúo tan peculiar no va con segundas) pueden encontrar un
pequeño bar sólo con las señas proporcionadas por una caja
de cerillas. Y tampoco me queda clara la supuesta reflexión orwelliana del
comienzo, ya que en La Isla, al contrario de lo que ocurría en 1984, no hay
cámaras de seguridad (Lincoln se pase a sus anchas con una mariposa “contaminada”
por su habitación) o aparatos que graben la voz a distancia (únicamente
una pulsera permite sancionar, verbigracia, la proximidad entre dos individuos en
el búnker).
En cuanto al reparto, es curioso volver a observar a Steve Buscemi haciendo de sí
mismo (un hombre andrajoso, subversivo, que vive en una casa cochambrosa con una
mujer algo estúpida), a Sean Bean y Michael Clarke Duncan autoparodiándose
en papeles indistintamente vacíos y a Djimon Hounsou como una marioneta previsible,
pues su apariencia de sicario no es la primera vez que le permite cambiarse de bando
(véase En América). Por lo demás, Ewan McGregor algo insulso
y Scarlett Johansson, la actriz de moda en las revistas sensacionalistas, tampoco
tienen más trabajo que el de correr y saltar por los aires de vez en cuando.